Por: Luis Alberto Guigui
Es el amor lo que le da plenitud a nuestra vida. Pero hay que decir la verdad: humanamente, en ocasiones nos sentimos vacíos, sentimos que nuestra vida no tiene nada de sentido, sentimos que el mundo entero nos da la espalda. Y es en esas ocasiones cuando llegamos a pensar que Dios no está con nosotros, que Dios se ha olvidado de nosotros. Cuando hay alguien que me comenta que se siente así, yo sólo les digo: “Mira a tu alrededor y ve la creación entera, ella te habla de lo mucho que Dios te ama…” Soy consciente de que cuesta creerlo, pero Él mismo nos da la respuesta: “Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se moverá” (Cfr. Isaías 54, 10). Qué gran noticia es esta: ¡Con nuestras características personales, Dios nos ama! Nos ama tanto que dio lo más valioso para Él, su propio Hijo.
Pero hay un problema, y no está de parte de él, sino de la nuestra. Las mujeres y hombres no sabemos amar, queremos entender a Dios desde nuestra naturaleza y quisiéramos que Él nos dé las respuestas que nosotros esperamos. Queremos entender el amor que Dios nos tiene, o incluso queremos sentirlo todo desde nuestra propia experiencia y eso es muy difícil. Dios nos ha dado muestras de su amor, al darnos la vida, Él nos creó para ver en nosotros a su Hijo, dándonos la oportunidad de conocerlo y ver las maravillas que Él ha hecho, pero que nosotros no vemos en muchos casos.
El amor de Dios trasciende nuestra naturaleza, pero también más allá. Ese amor, cuando lo hemos experimentado, nos invita a comprometernos por él y por su Reino. No basta con decir que amamos a Dios, eso es una cuestión personal. Es necesario demostrar que conocemos ese amor y, por lo tanto, llevarlo a todos aquellos que no lo conocen, desde su situación afectiva o económica. Porque es sencillo decir: “conozco del amor de Dios”, pero no movemos un dedo por llevar consuelo o ayuda a los que menos tienen. Eso se convierte en puro sentimentalismo, en nuestra Iglesia falta compromiso.
“El amor es el fin del hombre y el principio de la felicidad personal, familiar y social” El amor de Dios es algo que nos mueve, nos invita, nos transforma “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Cfr. Deus Caritas Est, 1). A partir del encuentro con Jesús conocemos a plenitud el amor de Dios.
Ese encuentro con Jesús hace que veamos en los demás el amor de Dios, en un niño recién nacido que ríe, en el rostro de la madre que observa a ese niño, en el rostro del mendigo que nos pide una moneda, allí vemos a Dios, ese amor que lo llena todo, especialmente cuando lo asumimos, cuando lo hacemos parte de nuestro ser, cuando hacemos nuestra opción a la fe, cuando le decimos que sí a Cristo; no lo hacemos sin adquirir un compromiso, como lo decía San Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida nos examinarán en el amor…”, en cuanto hemos amado, no en cuanto nos han amado; en cuanto hemos dado, no en lo que nos dieron; en cuanto nos entregamos y construimos con nuestra vida el Reino de Dios.
Dios nos ama, nos lo demuestra con su creación, con su Hijo. El secreto es saberse amado, es saberse importante para Dios, porque lo somos, lo sabemos y sentimos. Nos ha dado tanto, nos ha dicho y nos sigue diciendo tanto… Somos únicos e irrepetibles, somos sus creaturas, y nos ama porque Él es bueno, no porque nosotros seamos buenos, lo que es una falsa imagen del Dios compensador. Ahora la pregunta es: ¿lo amamos a Él? Creo que la respuesta está en el fondo de nuestro corazón, y sé que queremos asumir el compromiso de entregarnos a Él a su Reino, porque “Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él” (Homilía de Benedicto XVI, al inicio de su Pontificado)
No hay comentarios:
Publicar un comentario