Una imagen vale más que mil palabras, reza el antiguo proverbio, y
considero que se ajusta idealmente a lo que trataré, muy humildemente de
exponer, y es que en este tiempo en que las comunicaciones están tan aceleradas
se nos hace difícil el ver gestos que en su momento trascendieron y que hoy
siguen trascendiendo, y que muchos deberíamos aprender.
Corría
el mes de enero de 1964, era la ciudad de Jerusalén, dos hombres, uno vestido
de blanco y otro vestido de negro, uno era el Papa Pablo VI y otro el Patriarca
de Constantinopla Atenágoras I, se
abrazan, como dos viejos amigos que no se han visto en años, quien lo viera
desde fuera diría: “es un saludo, nada más…”, pero los que estamos desde dentro
sabemos que no fue así…
Con este abrazo dos líderes, el Papa y el
Patriarca, ponen fin a varios siglos de distanciamiento y con ello inicia una
nueva etapa de la historia de las dos Iglesias, tanto así que muchos siglos
después nuestros pastores siguen hablando de ella: “hace cuarenta años, justamente en enero de 1964, el Papa Pablo VI y el
Patriarca Atenágoras I se encontraron en Jerusalén y se intercambiaron un
abrazo fraterno. Ese abrazo se ha convertido en símbolo de la deseada
reconciliación entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, así como
profecía de esperanza en el camino hacia la plena unidad entre todos los
cristianos.” (Cfr. Discurso de Juan
Pablo II en la solemnidad de San Pedro y San Pablo 2004).
Y creo que si los
cristianos de nuestra época tomaran este ejemplo, de que en lugar de buscar
diferencias, divisiones, por cuestiones cuyo fin debería ser la unidad, el
respeto y la paz; si tan sólo en lugar de tirarnos los platos por lo que dicen
nuestros pastores lográramos una verdadera convivencia de concordia, yo creo
que nuestra vivencia de fe sería mucho más rica.
Con este abrazo se
ponen fin a luchas de poder, a luchas cuyo fundamento fue político, no
espiritual o religioso, una lucha de quien tenía la razón, y allí ambos nos
dieron una gran lección, no se trata de decir: “Ja ja, te lo dije…”, sino:
“Somos hermanos en la fe…”, idioma, rito, costumbre, vestimenta, son cosas que
nos separan, pero nos une lo más fuerte: ÉL, Dios.
Es largo el camino
que debemos recorrer, es cierto, pero creo que con una actitud de humildad, de
atenta escucha al hermano que sigue al mismo Cristo, al mismo Jesús que oró por
nosotros: “Que todos sean uno, como Tú,
Padre, estás en mí y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros, para que
el mundo crea que tú me enviaste.” (Jn. 17, 21). Recuerden que es Jesús el
que nos llamó y el que se entregó por nosotros, Él no hizo distinciones de
religiones, murió por todos nosotros y realmente se vuelve ilógico que alguien
que predicó el amor y la paz cause tantas divisiones.
Y esa es la
invitación que podamos sentarnos un día a tomarnos un café un evangélico, un
católico y un mormón, por ejemplo, y podamos hablar de aquel que nos ha
enamorado: JESÚS. Si Pablo VI y
Atenágoras pudieron ¿Por qué no podríamos hacerlo nosotros?
Luis Alberto Guiguí
E-140
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