Sabes, desde hace tiempo he querido escribir esta carta, a
pesar que sé, nunca la leerás. Pero
sabes Benedicto, aunque no la leas nunca, eso no está divorciado en que yo te
exprese lo que pienso y, especialmente, siento.
Nunca olvidaré el medio día de aquel 19 de abril, cuando una
compañera nos dice: “Habemus Papam” y yo no pude ocultar mi frustración cuando
oí tu nombre: Joseph Ratzinger. Recuerdo
que llegué a mi casa y vi tu primera aparición pública. En ese momento de mi vida, no estaba tan
unido a la Iglesia.
Pasaron los días y meses, y recuerdo cuando te empezaste a
robar mi corazón, fue con un grupo de niños de primera comunión, un gesto bastó
para que pensara: “él es humano”. Esa
navidad, 2005, publicaste tu primer encíclica “Deus Caritas Est” nos hablaste
del amor de Dios. Y allí te ganaste mi
corazón.
Poco a poco te fui conociendo. Cuando publicaste tu primer libro, a pesar
que no entendía, lo compré y lo leí, allí inició mi peregrinar como
lector. La verdad, Beny, me convenciste
y me conmoviste, y eso no lo hace cualquiera.
A partir de eso, fui tu defensor, traté de dar a conocer lo
que nos enseñabas, lo que nos expresabas, lo que nos decías. Todo el mundo estuvo atento a lo que decías,
y no faltó quien tergiversó tus palabras.
Todo el mundo quería que fueras distinto.
Es cierto, no fuiste perfecto, pero sabes, eso es lo que más
agradezco. Porque nos demostraste lo
humano que eres. Cometiste errores, si,
pero ¿quién no los comete? Pero sabes, nosotros cometimos un error más grande:
quisimos que fueras y siempre te comparamos con tu predecesor. Nosotros que crecimos con Juan Pablo
esperábamos que actuaras como él, que te expresaras como él, que fueras
él. Algunos se dejaban apantallar por tu
apariencia, te criticaban por cómo lucías y nunca se dieron la oportunidad de
escucharte lo que nos tenías que decir. Lo que más me sorprendió es que la gente que
lo decía, nunca oyó algo que haya dicho Juan Pablo II.
Hoy a una hora que dejes el pontificado, me pregunto ¿qué
soledad estabas viviendo, Beny? ¿qué pasó en tu corazón para tomar esta
decisión? ¿qué sientes en este momento? Son
preguntas que me hago. Y al verte, al
oír tu último mensaje al mundo, antes de pasar al silencio que te acompañará en
los últimos momentos, días, meses o años, no me resta más que agradecerte por
lo que nos has enseñado.
Pero sabes algo, no seremos egoístas, ya con 85 años has
sacrificado siempre lo que has querido hacer, con tal de cumplir lo que Dios te
pedía, soñabas, cómo yo, a ser profesor en la Universidad, estando allí te
llamó a servir como obispo. Cuando ya te
habías acostumbrado a este servicio un gran profeta te crea cardenal, Pablo
VI. Juan Pablo te llamó a servir como
Prefecto de la Doctrina de la Fe, y ya cuando creías que descansarías y
cumplirías tu sueño de escribir, te eligen Papa. Con humildad aceptaste e inició un camino,
que hoy llega a su fin.
Es cierto que no te veremos envejecer, gracias a Dios, porque no
soportaría verte sufrir, como vimos sufrir a Juan Pablo. No esperaremos que las campanas de San Pedro
suenen a muerto cuando te encuentres con aquel que has seguido, o que apaguen
la luz del apartamento donde vivías. No
serás noticia. Quizá después de hoy
algunos no recordarán lo que nos dijiste
alguna vez. Pero de algo estoy
convencido que habrán muchos que te recordarán, como un papa amable, como el
papa de la razón, como un papa que no temió al desafío de seguir a Jesús, como
el papa que marcó esta generación.
Hoy, junto con muchos amigos míos podemos gritar: ¡Esta es
la juventud del papa!
Con cariño y con mi profundo agradecimiento...
Luis Alberto Guigui.